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La historia de Ashraf (nombre ficticio) pone de manifiesto las torturas que infligen a los prisioneros en la cárceles sirias. El estuvo detenido más de dos años en prisiones del gobierno sirio. Cuando entró pesaba 82 kilogramos, al salir 45. © Christian Schmidt/Corbis

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Siria: "Si no os golpeamos, ellos nos golpearán a nosotros"

Amnistía Internacional habla con Ashraf*, liberado en 2014 despues de más de dos años en prisiones del gobierno en Siria

"Primero detuvieron a mi amigo. Fue en la primavera de 2012. Encontraron vídeos de manifestaciones en su teléfono y lo torturaron hasta que les dio nombres. Les dio  mi nombre. Yo vivía en las residencias de estudiantes de la Universidad de Alepo. Llegaron ya de noche, el primer día de exámenes. Me golpearon con la culata de un arma, me quitaron el teléfono y me vendaron los ojos.

“Cuando llegué a la comisaría de policía de Alepo me dieron una ‘fiesta de bienvenida’. Un hombre me agarró y comenzó a golpearme, después llegó otra persona y me golpearon la cabeza contra la pared. Parecía que el cuerpo entero me sangraba. Me torturaron durante cuatro horas. Me metieron en un neumático de automóvil, incluso la cabeza. Me golpearon con un cable fino, que me cortaba la piel como un cuchillo. Llegué a pensar que había muerto.

“Había tres investigadores. Nos pusieron a un gran grupo de estudiantes en fila en el exterior de la sala de interrogatorio, todos con los ojos vendados, de pie junto a una pared. Entrábamos en la sala de interrogatorio de uno en uno. Mientras esperábamos, un soldado nos golpeaba con una manguera. Después de la primera hora no podía sentir las piernas.

"Entonces llegó mi turno de entrar en la sala de interrogatorio. El guardia me dijo que mis amigos habían declarado que yo había hecho explotar un automóvil. La verdad es que me reí cuando lo dijeron [por ser tan inverosímil]. Dijeron que había matado a un guardia de seguridad del régimen y que tenía un arma. Ni siquiera comprendí el cargo. Los miembros de las fuerzas de seguridad comenzaron a golpearme de nuevo. Dijeron que, si no confesaba, detendrían a mi padre y lo golpearían a él también. No grité cuando me torturaron en aquella sala: estaba demasiado asustado. Mis amigos y los otros detenidos que estaban fuera dieron por sentado que eso significaba que estaba confesando y hablando sobre ellos. Pero no era así, sólo estaba demasiado asustado.

“Hacia las 4 de la madrugada me llevaron a una celda. El guardia de mi celda encontró mi medicamento para el asma, lo abrió, lo vació y lo aplastó con el pie. Recuerdo que vi sangre en su uniforme. Había moscas por todos lados.

Un soldado del ejército sirio camina delante de la prisión de Alepo, Siria, 22 de mayo de 2014. © AP Photo/SANA

“La primera noche fue la más dura. Podía oír cómo torturaban a la gente. Esa noche no dormí. Más o menos entre las 5 y las 6 de la mañana se podían oír sólo los gritos de las mujeres. A las 7 de la mañana, los gritos de las mujeres cesaban y entonces se oía a los hombres. Los gritos estaban programados.

“El tercer día, las fuerzas de seguridad me llevaron de nuevo a la sala de interrogatorio. Me dijeron que no me golpearían. Tenía los ojos vendados, pero me di cuenta de que mi amigo estaba en la sala. Reconocí su voz. Me acusaba de ser el principal organizador de las protestas, de portar un arma y de obligar a mucha gente a acudir a las protestas. Dijo que yo era un ‘coordinador’. En realidad, la última parte era cierta: era un coordinador. Grababa vídeos de las protestas en la Universidad de Alepo y los enviaba a los medios de comunicación internacionales, como Al Yazira. Formaba parte de un grupo de personas que hacían esto en todo el país. Había subido uno de estos vídeos en presencia de ese amigo. Entonces mi madre llamó a mi teléfono. Dijeron que la detendrían. Al final confesé las cosas que había hecho –grabar vídeos de las protestas– y nada más. Éramos gente pacífica.
Estaba desnudo. Llegaron tres agentes. Dos comenzaron a golpearnos con un palo. El tercero usaba un látigo de cuero. Uno de ellos me pidió disculpas más tarde; dijo: ‘si no os golpeamos, ellos nos golpearán a nosotros.’ Duró 15 minutos. De haber sido más, habríamos muerto.

“Cuanto terminó el interrogatorio, me dijeron que pusiera mi huella dactilar en siete páginas de ‘confesiones’. Me preocupé. Dije: ‘¡Yo no he dicho tantas cosas!’ Intenté leer lo que decían los documentos, pero el investigador no me dejó, se limitó a obligarme a poner el pulgar sobre el papel.

“Mientras aguardaba a que me trasladaran a otra sección, vi a algunas de las otras personas detenidas. Algunas parecían tener 70 años. Otras eran niños, de 12 o 13 años.

“Cuando llegué a la sección de la Policía Militar, me dieron otra ‘fiesta de bienvenida’ de golpes. Estaba con un grupo de unas 30 personas. Estaba desnudo. Llegaron tres agentes. Dos comenzaron a golpearnos con un palo. El tercero usaba un látigo de cuero. Uno de ellos me pidió disculpas más tarde; dijo: ‘si no os golpeamos, ellos nos golpearán a nosotros.’ Duró 15 minutos, de haber sido más habríamos muerto. Había gritos y había tantos alaridos.

“El segundo día me llevaron ante un juez del Tribunal Penal. Me pusieron en una hilera de hombres delante del juez. Tardó cinco minutos, me enviaron a la Prisión Central de Alepo. No me dijo cuál era la duración de mi condena, sólo dijo: ‘¡Váyase!’.
La prisión pasó a ser otro mundo: era una pesadilla. No había electricidad. Para calentarnos quemábamos madera, lo que encontrábamos. Éramos como cavernícolas, cubiertos con mantas, con la piel negra por el humo. Vivíamos en la oscuridad.

“En comparación con todo lo que había ocurrido antes, la Prisión Central era como un hotel al principio. Podía hablar con mi familia, y a veces incluso usar Internet. Había 198 hombres en una gran sala sólo para presos políticos, anexa a la prisión principal. Las mujeres estaban en un lugar distinto, también anexo a la prisión principal. Había 75 camas. Durante seis meses tuve que dormir debajo de la cama de otro preso. Dependía de la edad: las camas eran para los más viejos. Nosotros mismos ideamos el sistema. Había que tener un acuerdo incluso para dormir bajo la cama de alguien, porque era mejor que dormir a la intemperie. Los delincuentes comunes tenían mejores instalaciones; las peores instalaciones eran para los presos políticos.

“Mi familia me buscó un abogado, que me ayudó. Pensábamos que me dejarían en libertad. Pero resultó que mi expediente se había “perdido.” Dijeron que lo estaban buscando por todas partes: en la oficina, en el tribunal. Había tres abogados buscando, pero no pudieron hacer nada por mí.

“Mi caso parece un caso especial, pero no lo es. Deberían oír las otras historias.

"Todo cambió a principios de 2013. Grupos políticos de oposición sitiaron la prisión. Sólo teníamos harina, nada más. La prisión pasó a ser otro mundo: era una pesadilla. No había electricidad. Para calentarnos quemábamos madera, lo que encontrábamos. Éramos como cavernícolas, cubiertos con mantas, con la piel negra por el humo. Vivíamos en la oscuridad.

“Antes del asedio había 11.000 reclusos en la prisión. Las autoridades trasladaron a más de 7.000. Dejaron a todos los presos políticos.
Un hombre de mi celda había hecho una bandera de la nueva Siria. Los guardias lo agarraron, y vino el oficial con una tubería en cuyos extremos sobresalían tornillos. Golpeó al preso en las piernas hasta que le quedaron como carne de una carnicería. Sobrevivió, pero no pudo volver a caminar.

“Creo que unos 700 presos murieron de hambre, bacterias, giardia y diarrea. Se convirtió en una sala de la muerte. El patio de la cárcel se convirtió en algo parecido a una tumba. Llevaban allí a la gente cuando moría. Era como una horrible obra de teatro, y cada día se representaba un nuevo acto.

“Un día estaba durmiendo, y algún tipo de cohete alcanzó nuestra sala. No supe de dónde venía. Lo cierto es que atravesó el cuerpo de una persona. No explotó; siguió avanzando por la sala, desprendiendo chispas. Doce personas murieron y otra perdió la mitad de una mano. También mató a algunos policías y guardias.

“Otro día los guardias ejecutaron mediante disparos a 20 personas. Ordenaron a todos los presos que se asomaran a las ventanas para que vieran cómo les disparaban en el patio. Después pisotearon los cuerpos con sus botas.

“Un hombre de mi celda había hecho una bandera de la nueva Siria. Los guardias lo agarraron, y vino el oficial con una tubería en cuyos extremos sobresalían tornillos. Golpeó al preso en las piernas hasta que le quedaron como carne de una carnicería. Sobrevivió, pero no pudo volver a caminar. El guardia dijo: ‘Esto es lo que ocurre cuando se desobedece.’

Un activista se manifiesta contra el gobierno sirio. Protesta contra el uso de la tortura en las cárceles del país. © AP Photo/Bilal Hussein


“Cuando los guardias me llamaron un día, pensé que me llamaban para ejecutarme. Mis amigos comenzaron a llorar, a besarme y a despedirse. Yo ni siquiera tenía miedo. Me sentía anonadado. Todo el tiempo que estuve en la cárcel fue como un sueño, y tuve la sensación de debía acabar.
"En realidad me llamaban para ponerme en libertad. Para entonces estaba increíblemente débil. Al entrar pesaba 82 kilogramos, y cuando salí pesaba 45. Mi amigo pesaba 35 kilogramos; tuvieron que llevarlo en una manta porque no podía caminar. Más tarde nos enteramos de que nos habían liberado en virtud de un intercambio de prisioneros. Habían transcurrido dos años y medio desde mi detención.

“Me subieron a una furgoneta de la Media Luna Roja con otras 11 personas.

"Al salir de la cárcel disparaban desde todos los lados. Estábamos en medio de una batalla entre el ejército sirio y fuerzas opositoras.

“De todas las vivencias de la prisión, esta fue la que más miedo me causó, porque no había muros a mi alrededor, y las balas pasaban silbando junto a mi cabeza. Entonces tuve la certeza de que iba a morir y todo habría sido en vano. Lo cierto es que nadie murió, ni hubo heridos de gravedad, aunque ahora parece imposible. Avanzamos 500 metros entre las balas. El vehículo tenía marcas visibles en rojo y blanco, y el logo de la Media Luna Roja era perfectamente visible.

“Llegamos por fin al puesto de control, donde las fuerzas opositoras comenzaron a elogiarnos, a felicitarnos.

“Al bajarme de la furgoneta hundí los pies en el barro. Durante dos años y medio no había más que baldosas. Pensé que iba a desmayarme al sentir la tierra. Como en la prisión no teníamos luz, no podía soportar el sol. Era tan brillante.

“Ahora, tras haber huido de Siria, tengo que comenzar de nuevo. Sólo quiero continuar con mi educación; quiero que me devuelvan mis tres años de estudio. Pero no tengo documentación alguna, así que tal vez tenga que volver a secundaria. Y la educación es cara.

“Hay mucha gente que ha vivido esta historia. Muchos no llegaron al final. Deseo que el mundo escuche nuestras voces. Quiero dar voz a las personas que perdieron su futuro. Yo soy una de ellas”.
* Nombre ficticio

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