Mientras haya pobreza, violencia y guerra, la gente seguirá desplazándose. También lo seguirán haciendo quienes persiguen su propio sueño de una vida mejor.
En realidad es algo que ha sucedido siempre, aunque hoy más que nunca. En nuestro mundo, tan interconectado, la empatía debe expandirse para abordar las grandes desigualdades que generan problemas de justicia. Os traemos dos microrrelatos con las historias de Leila y Moussa. Con ellos viajamos a las rutas que miles de personas recorren hasta llegar a Canarias, Ceuta o Melilla. Intentar ponernos en ese lugar, y pensar en el mundo que queremos vivir desde ahí, ya es un primer paso.
En la mitad del mundo
Miro a Leila, que me sonríe desde el escaso rincón que ocupa en la embarcación que nos lleva a Canarias. Se le nota el cansancio de tantos días desde que nos quedamos solos. Puedo ver el otro lado del mundo en la larga línea de puntos de luz al fondo, entre el agua y el cielo.
Al comienzo de las explosiones, padre nos empujó fuera de la casa, de la tierra, del hogar. El ruido de los disparos era cada vez más intenso, pero pudimos oír cómo la casa se venía abajo. Huyendo del miedo, corrimos sin mirar atrás.
Vuelvo los ojos a Leila, mi hermana mayor, la más valiente. El aire juega con su pañuelo. Respiro profundo, llenándome de aire fresco, de olor a mar, de la ilusión de que la pesadilla ha terminado.
Moussa no tiene hogar
Moussa dormía entre viejas redes de pesca que ya nadie usaba, como el cayuco que ya no servía para pescar porque hacía décadas que Europa se estaba llevando los peces. En el silencio de la noche, quiso tener alas para huir de su triste supervivencia, pero la cercanía del mar lo invitó a ser un pez y sumergirse en sus aguas.
Impulsado por una gran cola escamada, dejando atrás su tierra que se ahogaba en lenta agonía, atravesó corrientes marinas, las mismas que se extienden infinitas y bañan remotas tierras de gentes que han olvidado hasta sus propias guerras.
Llegó a la orilla de Ceuta y se convirtió en un caballo salvaje. Corrió veloz hasta chocar con la anciana y quisquillosa Europa que, de forma altiva, le preguntó varias veces quién era, negándole el paso.
Moussa esperó días y noches sufriendo la impertinencia de las altas alambradas. Se sentía derrotado pero, en un esfuerzo final, empujó con todas sus fuerzas y sueños hasta atravesar los muros.
Exhausto, se abrazó a una esperanza pequeña, prometedora, todavía borrosa.
Su nuevo hogar es frío y extraño. La soledad lo acompaña en noches interminables, abrumadas por los recuerdos de su verdadero hogar.
Algún día volverá.
Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. Los derechos humanos no son una recompensa. Europa debe encontrar mejores maneras de acoger y ofrecer protección.