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El miedo a una bala perdida en Río 2016

Fernando Olmeda, periodista, escritor y director de documentales. Estará como periodista en los juegos de #Rio2016. @fernandoolmeda,

El visitante experimenta una sensación dual, acaso contradictoria, cuando camina por la avenida Atlántica de Río de Janeiro. Como si hubiera dos ciudades. Porque los barrios turísticos de Copacabana, Ipanema, Urca, Flamengo o Botafogo se han convertido en zonas blindadas.

La interesada hospitalidad de sus habitantes se ha visto alterada por el imponente refuerzo de la seguridad, no solo para minimizar robos y asaltos, sino también para proteger a la población de una posible acción terrorista. Extraño. Rio presume de ser una cidade maravilhosa, y estos días es una urbe militarizada. Más bien, lo es su escaparate más conocido, paraíso de selfies e Instagram. 

Porque han bajado a sus playas las fuerzas de seguridad que operan a diario en la otra ciudad, la que pocos asistentes a los Juegos visitarán, las favelas de la periferia, que vienen sufriendo desde hace meses episodios de violencia que arrojan un balance de homicidios inasumible para una sede olímpica, para un país que, hasta hace poco, tenía mucho que decir en el contexto global. Han bajado desde esos barrios de atmósfera cargada y adolescentes armados, cuyos habitantes viven atrapados en una imparable espiral sangrienta, con los grupos de narcos y las fuerzas de seguridad como protagonistas. Nada sugiere, ni a unos ni a otros sugiere, el himno olímpico de Spiros Samaras. En sus calles solo rige la sorda melodía de los disparos. 

Preguntar en cualquier negocio a pie de calle de Ipanema es infructuoso. Se reconoce la violencia policial, pero se elude. Si se mencionan los incidentes con resultado de muerte en la cercana favela de Pavao-Pavaozinho, los interlocutores dicen mediante gestos que eso fue hace dos años, y “allí arriba”. A las televisiones de los bares siguen llegando los ecos informativos de los incidentes armados. Sin embargo, cuando inicias una conversación, los cariocas ofrecen su cara más amable. Ser carioca equivale a presumir, y nada en sus palabras indica que haya sensación de inseguridad. “Todo normal”, me dice Pedro, fotógrafo. “Maravilloso, pasee tranquilo y sin miedo, aquí solo hay felicidad”, sugiere Jussara, que gana dinero extra ofreciendo alojamiento a turistas en Laranjeiras. Con tantos soldados y policías en las calles, quizá el visitante se siente seguro, pero también sabe que esos hombres tan bien pertrechados son de gatillo fácil. Quizá alguno ya ha matado, probablemente muchos han visto caer a compañeros en las refriegas, todos arrastran insatisfacción por sus condiciones laborales. No parece fácil hablar con ellos. Deduzco que están nerviosos. Todo puede cambiar en un segundo. Más que nunca, el miedo a una bala perdida está presente estos dias en la avenida Atlántica de Copacabana.

© AFP/Getty Images

Guerra sin tregua entre narcotraficantes y policía militar, máxima inestabilidad política, insoportable conflictividad social, el despropósito de los Juegos, y recientemente, la amenaza terrorista. Da la sensación de que esa amenaza -acentuada tras los ataques en Francia y Alemania y la detención de simpatizantes del yihadismo en territorio brasileño- puede ser el pretexto idóneo para actuar con mayor contundencia ante cualquier situación de sospecha. Disparar primero, preguntar después. Un modus operandi que, por desgracia, no es exclusivo de Brasil.

Me pregunto si las autoridades brasileñas están en condiciones de garantizar que las fuerzas de seguridad están cumpliendo las normas internacionales sobre el uso de la fuerza. Los pueblos que no aprenden de su historia están condenados a repetirla, y da la sensación de que en este país, tras los excesos del Mundial de 2014, no se ha avanzado en el respeto a los derechos humanos. Las operaciones para garantizar la seguridad en las ciudades-sede y la represión de las protestas ciudadanas dejaron decenas de muertos. Ahora se ha repetido aquella errónea estrategia de seguridad. Y como corolario de las operaciones militares bañadas en sangre, la insuficiente investigación y la falta de castigo para sus responsables, tanto autores materiales como mandos.

Testimonios

Además de los datos estadísticos demoledores sobre lo ocurrido en los últimos meses, están los testimonios de los supervivientes, de los familiares de las víctimas, que dejan poco resquicio a la duda. Mujeres como Ana Paula Oliveira, cuyo hijo fue asesinado en Manguinhos antes del Mundial. Dos años después, conmueve ver la foto de su hijo impresa en camisetas o en paredes de la ciudad, igual que conmueve su compromiso de reclamar que se suspendan las operaciones policiales y que se adopten medidas para evitar violaciones de derechos. Así se lo ha dicho a la cara a los responsables de Río 2016. Es el mismo espíritu de Carlos Henrique Souza, cuyo hijo Carlos Eduardo fue abatido el año pasado por la policía junto a otros cuatro jóvenes. No están solos. Varias organizaciones cívicas lideran la protesta y alzan su voz, movilizándose tanto sobre el terreno como en Internet, con campañas como “No pases olímpicamente”.

La ceremonia de inauguración en Maracaná será, seguramente, espectacular. Y cuando se apague el pebetero y los medios internacionales se vayan, ¿qué defensa tendrán las víctimas de los excesos policiales? ¿Dejarán los Juegos el legado positivo que se exige a una ciudad para ser sede olímpica? ¿Una ciudad y un país más seguros? Solo el tiempo lo dirá. Que la población se sienta protegida, y no amenazada, es básico. Más aún, con la nueva realidad -acaso aún difusa pero muy peligrosa para los derechos humanos-, la amenaza terrorista. Equilibrar el binomio seguridad-libertad sin que se vean afectados los derechos fundamentales es un reto inaplazable para las autoridades de cualquier parte del mundo y hoy, especialmente, para quienes vigilan el desarrollo de los Juegos Olímpicos de Río 2016..

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